Cuenta una vieja historia, que en algún tiempo, en la frontera que separa el amor de la religión, existió una iglesia verdaderamente grande, con una gran cantidad de miembros, los cuales, en su gran mayoría, eran hombres adinerados, con títulos, con renombre y poder, los cuales gobernaban sobre todo el pueblo. Pero a pesar de esto, también había allí, algunos, que a pesar de no tener dinero, poder, renombre o títulos, se les permitía congregar de todas formas, para que llevasen a cabo las labores de mantención y limpieza del lugar. Estos últimos hombres, se sometían a todo tipo de orden, imposición o capricho de los magnates, con la única esperanza de que si permanecían allí, tarde o temprano también ellos llegarían a ser millonarios.
Cierto mañana de domingo, llegó a esta iglesia un pequeño niño de aproximadamente unos 12 años, el cual al pasar frente al gran edificio, y escuchar las voces que cantaban salmos al Señor, decidió entrar al recinto para alabar también el, el nombre de Cristo. Pero al querer ingresar, uno de los porteros que se hallaba en la puerta lo detuvo y le dijo: "Un momento muchacho... si tu quieres entrar a esta iglesia, y formar parte de ella, primero debes darte un baño y vestirte decentemente, de lo contrario, jamás podrás entrar"
Desilusionado y triste el niño regreso a su casa, y sentándose en el borde de su cama pensó: “Cuando llegue el próximo domingo me daré un gran baño, buscare mi mejor ropa, lustrare mis viejos zapatos, tomare un poco del perfume que papa usa solo en ocasiones especiales, y regresare a aquella gran iglesia para adorar el nombre del Señor.”
La semana pasó rápidamente, y llegado el próximo domingo, el niño se levantó muy de madrugada pensando: Iré muy temprano para poder conseguir uno de los primeros lugares en la iglesia y cantar a mi Señor hasta que me quede sin voz. Pero al llegar, aquel mismo portero que la semana anterior no le había permitido entrar, lo detuvo nuevamente diciéndole: "Veo que has cambiado tu aspecto. Te has bañado, te has puesto tu mejor ropa, e incluso te has perfumado, pero aun así no puedo dejarte pasar... Tal vez cuando seas grande y tengas un buen trabajo, un buen pasar económico, y una buena solvencia, puedas ingresar aquí y adorar a Dios junto con nosotros."
El niño, entristecido por estas palabras, se dirigió a la plaza que se encontraba frente a la iglesia, y tras sentarse en una de las bancas del parque, comenzó a llorar amargamente.
Tras llorar por algunos minutos, escuchó una voz muy suave y dulce que le decía: "¿Por qué lloras hijo mío...?. El niño seco sus lagrimas, y levantando su mirada, vio a un hombre de extraña apariencia, que se sentaba a su lado.
Con voz titubeante el niño le pregunto: quien es usted Señor...? a lo que el gentil caballero contesto: Mi nombre es Jesús.
Nadie sabe bien porque, pero tal vez por la mirada de aquel hombre, tal vez por esa suave voz que transmitía paz al niño, o tal vez por ver la gloria misma de Dios en su rostro, el niño se arrojo en sus brazos y llorando nuevamente le dijo: "Durante toda la semana me he preparando para venir hoy a la iglesia a adorar a Dios, y hoy, al llegar aquí, trate de entrar, pero el portero del lugar me impidió el paso.
Jesús lo miro con su mirada tierna, y regalándole una cálida y sincera sonrisa mientras acariciaba su cabello le dijo: No te preocupes pequeño. Desde hace muchos años, que también Yo estoy tratando de entrar a esta iglesia, pero al igual que a ti, a mi tampoco me han permitido entrar...
La puerta del corazón del hombre no tiene cerradura por fuera. Solo puede ser abierta desde adentro.
"He aquí, yo estoy á la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré á él, y cenaré con él, y él conmigo.”(Apocalipsis 3,20)
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